Cordial saludo

La agencia de Palmer fue adquirida en 1877 por N. W. Ayer, quien inició los contratos con las comisiones de 15% que más tarde se convirtieron en práctica común de la actividad. En 2002, la agencia fue vendida al grupo Publicis Groupe de Paris.
Entre 1850 y 1860 la empresa de máquinas de coser Singer promovió las ventas con servicios de instalación, y otorgó franquicias para llegar a más mercados.
Los almacenes por departamentos abrieron sus puertas en 1860, habiendo sido John Wanamaker, Macy’s, Stewart y Zion los primeros en esta categoría. En la década siguiente Macy’s comenzó a utilizar precios impares, para llamar la atención de los compradores, con muy buena aceptación por parte del mercado, y en esa misma época nacieron las marcas Quaker, Vaseline, Ivory y Borden, todavía con gran renombre en los mercados del mundo.
Los primeros años del siglo pasado nacieron las marcas propias de los minoristas, y Wanamaker comenzó a marcar los precios en cada producto que ofrecía. En esta década se impulsó la aparición de los almacenes de variedades.
En 1908 salió al mercado el famoso modelo T de Henry Ford, y en 1911 se realizó la primera investigación de mercados adelantada por la empresa Curtis Publishing Co., que años más tarde, en la década de los 20, comenzó a trabajarse con cuestionarios, y fue la época durante la cual Alfred Sloan, de General Motors, segmentó los mercados para hacer más efectiva la actividad de comercialización y venta de automóviles.
El chisme como herramienta esencial de la docencia (y no es broma)
La educación necesita retomar la antigua práctica de la educación como testimonio, esa en la que detrás del conocimiento que compartimos esté presente nuestra personalidad. Buscar la autenticidad incluso ante las normas y las normalidades, y que nada oculte quiénes somos.
Hace unos días presencié una plática sobre inteligencia emocional impartida por miembros del programa RULER del Tec. Uno de los temas que se abordaron me inspiró varias reflexiones. Se trata de cómo la ciencia de la psicología nos ayuda a comprender lo que está ocurriendo detrás de la conducta de la gente, es decir, en su interior, cuando éste no se nos revela de manera inmediata, intuitiva, o nos genera confusión. Por ejemplo, ante lo que consideramos el trato descortés de alguien, la teoría nos recuerda no anticipar conclusiones sino abrirnos a interpretar aquello de otra manera: quizás la persona está distraída o concentrada en otro tema, o simplemente molesta con alguien que no somos nosotros. Tomar eso en cuenta puede detener una reacción indeseada de nuestra parte.
Fue este sencillo planteamiento –que todos conocemos pero que nos cuesta trabajo practicar– el que me desató un montón de ideas sobre los distintos recursos que tenemos los seres humanos para conocer las verdaderas intenciones de los demás.
¿Por qué seremos tan paranoicos? Bueno, simple supervivencia: “Un solo traidor puede con mil valientes”, canta Alfredo Zitarrosa. De gente así hay que prevenirnos para poder detenerla. Pero también hay que saber distinguirla de los inocentes. Recuerdo entonces lo que nos cuenta el historiador Yuval Noah Harari acerca de que antaño, cuando aún formábamos comunidades primitivas relativamente pequeñas, la forma de conocernos unos a otros era a través de algo que él llama el chismorreo. Hordas de más de cien personas mantenían su cohesión comunitaria a través de hablar unos sobre otros, advirtiéndose entre sí sobre el comportamiento de los distintos miembros. Era la propia gente la que exponía ante los demás lo que uno hacía o dejaba de hacer, permitiendo al menos conjeturar lo que había detrás de la apariencia.
Me imagino que, mientras más crecía el grupo, más detalladas debían ser las descripciones; éstas ahora no se limitarían a mencionar comportamientos “generales” (robo, agresión, cooperación, curación) sino detalles más sutiles (más personalizados, por decirlo así) que ayudarán a distinguir mejor a unos miembros de otros y a desarrollar tácticas de convivencia más eficaces.
Antes del chismorreo –dice Harari– no existían grupos propiamente humanos (así que en el chisme está al menos uno de nuestros orígenes). La comunicación por ademanes y ruidos de nuestros antecesores no humanos les permitía mantenerse alerta ante depredadores externos, pero no alcanzaba la sutileza necesaria para describir a miembros del propio grupo. Para confiar, o no, en alguien de nuestra manada, había que testificar por cuenta propia su comportamiento. Esto de “tener que ver para conocer” hacía que los grupos no pudieran ser demasiado grandes: nadie se nos debía perder de vista. En cambio, la aparición del lenguaje permitió empezar a “terciar”, es decir a chismear sobre los demás, a hablar de ellos (bien o mal) a sus espaldas, dándoles a conocer incluso a quienes nunca los habían visto (esto me ha hecho pensar que los nombres propios habrían surgido, sobre todo, para referirse a ese tercero que aparecía de pronto en la conversación sin estar presente; en otras palabras, nuestro nombre sirve no tanto para presentarnos o dirigirse a nosotros como para hablar de nosotros cuando no estamos).
El chismorreo fue clave para que la horda creciera, permitiendo la inter-regulación de una mayor cantidad de miembros (podemos ver cómo funcionaba esto en la práctica actual de grabar con el celular a la gente, para denunciarla o encomiarla públicamente).
«La educación necesita retomar la antigua práctica de la educación como testimonio, esa en la que está presente nuestra personalidad».
También, pienso, chismear fue clave para otra cosa importante: el pertenecer a una comunidad que chismea, bien o mal, sobre nosotros (es decir, el estar en boca de todos) nos habría llevado a conjeturar sobre nosotros mismos (nuestro ejemplo citado es claro: condición propia –y trágica– del concepto de traidor es que cualquiera, en cualquier momento, puede convertirse en uno, incluso nosotros). Así, junto con la interdependencia no sólo se habrá desarrollado el lenguaje, sino también la conciencia sobre nuestra personalidad. ¿Cómo soy? Habrá sido una pregunta cada vez más frecuente.
La inter-regulación conlleva autorregulación. Impelidos por ésta, somos nosotros quienes habremos acabado hablando de nosotros mismos, quienes habremos terminado exponiéndonos. Estoy seguro de que esto era ya una necesidad en la era “primitiva”: las personas siempre se empeñaron en dejar huellas de sí mismas a su paso, en la forma de un omnipresente “Fulanita –o fulanito– estuvo aquí” (un día voy a escribir un cuento sobre cómo Adán y Eva tallaron sus nombres en el famoso Árbol). Pero es claro que sigue siendo uno de los signos de nuestros tiempos: además de las selfies, los posts en general parecen hechos para hablar de uno mismo (¡hasta de lo que va uno a desayunar!).
Volviendo a Harari, el surgimiento del chismorreo habrá creado una época llena de conflictos pero que al final produciría un equilibrio y, poco a poco, un gran avance, pues habría permitido crear hordas más grandes, con más capacidad de defensa y de aprovisionamiento para todos.
Está clara la trascendencia de hechos como éstos; primitivos, sí, pero lo suficientemente contemporáneos como para sostener mi idea –expresada en artículos anteriores– de que los seres humanos seguimos siendo, en muchos sentidos, una especie principiante, que apenas empieza a conocerse a sí misma.
Sin embargo, Harari nos explica que el chismorreo no fue nuestro único recurso en la historia: justamente cuando los grupos humanos se volvieron demasiado grandes, acabó por resultar insuficiente. A pesar de nuestra notoria velocidad para chismear, obviamente ésta no se dio abasto para regular las complejas relaciones de multitudes cada vez más crecientes. Sin embargo, por fortuna para nosotros, aquellos antepasados hallaron la manera de resolverlo. Aprovechando la cualidad del lenguaje como herramienta de abstracción, desarrollaron inmensas estructuras sociales capaces de aglutinar colectivos también enormes. Tales estructuras no tenían una realidad visible, pero la gente creía en ellas aún más que en las visibles: estamos hablando de iglesias, bancos, gobiernos, naciones, entidades que sólo existen porque hablamos y tenemos confianza en ellas (Harari les llama redes “ilusorias”).
Acerca de estas instituciones, quisiera añadir una consideración. Según yo, surgen también del intento de detener esa verdadera revolución que significaron el lenguaje y el chisme, los cuales, al permitir sacar a la luz el interior humano (es decir, comunicarlo), habían dado un gran poder, incluso a las poblaciones más débiles. Las instituciones habrían sido una reacción por volver al orden y al control que existían antes, cuando el grupo era solo de unos cuantos miembros.
¿Cómo reducir la nueva multitud a algo parecido a la pequeña manada? De nuevo tenemos en la actualidad el ejemplo perfecto en la omnipresente Sociedad Anónima, institución que reúne en una sola “persona moral” a muchos individuos, los cuales dejan de detentar sus nombres propios (por eso la insistencia en que sea anónima, lo cual no siempre resulta muy moral).
Obviamente, la gente que se reúne en este tipo de entidades colectivas debe tener comportamientos más o menos estándares (es decir, actuar lo más parecido a un solo individuo). Según los mitos, uno de los primeros grandes pasos en ese sentido fue reducir nuestros actos a dos categorías claramente delimitadas: el bien y el mal. Esto no solo permitió que actos buenos y malos fueran más fácilmente premiables o punibles por las instituciones surgidas para ello (las religiosas/jurídicas), sino que conllevó algo más general y profundo: la restricción del chismorreo a través de moralizarlo. Sí, ahora no se chismeaba libremente, sino que se enfocaba todo como “bueno” y “malo”. Ello delimitó el lenguaje e hizo aparecer instancias para vigilar su uso; un ejemplo son las Academias de la Lengua, en la modernidad (en oposición a ello, sabemos que la silenciosa pantomima nació en la antigua Roma para burlar el control que ejercía el gobierno sobre lo que se podía y no se podía decir en los escenarios).
Y siguen los ejemplos. En su libro En deuda, el gran antropólogo David Graeber argumenta que las instituciones económicas –cobijadas siempre por los gobiernos (llámense repúblicas, monarquías o imperios)– surgieron para regularizar la gran variedad de intercambios mercantiles a través de la invención e imposición del dinero.
Otros ejemplos: las instituciones de salud y deporte (léase olimpiadas antiguas y modernas) uniformaron la opinión que podíamos tener sobre nuestros cuerpos (las instituciones artísticas contribuyeron, claro, con sus conceptos de belleza). La institución familiar se hizo portavoz de las leyes de convivencia, y la escolar las respaldó, aumentó y mejoró, mientras generaba estándares de conocimiento.
Volvió el orden, haciendo pasar a segundo plano la expresión personal y, junto con ella, el conocimiento y reconocimiento de la individualidad de los otros. La separación entre lo público y lo privado prevaleció, haciendo que cada vez más nuestras relaciones sociales se basaran en la convención (fórmulas de convivencia, simulación, ocultamiento). Limitando las expresiones de nuestro interior al ámbito familiar y –cuando ahí se volvieron muy conflictivas– al ámbito terapéutico.
Paso ahora a hablar de esperanza.
Contra toda esta presión por desaparecer como personas, los seres humanos seguimos empeñándonos en poner parte de nuestra personalidad en lo que hacemos. Aún privilegiamos lo artesanal, lo personalizado; incluso (mucho como reacción a la IA) volvemos a hablar de escribir a mano y devolver autenticidad a nuestros textos.
Nos empeñamos en ejercer nuestro instinto para intuir que detrás de los rostros inexpresivos de la calle y el vecindario, hay seres humanos tan complejos, pensantes, sintientes e incluso divertidos como nosotros. Repetimos y nos repetimos que los otros son personas. Volvemos a reconocer el alma a través de la mirada, recordándonos siempre la complejidad de todos esos a los que llamamos semejantes. Y todavía, de vez en cuando, como por accidente, nos sumergimos en el mundo de otro ser humano.
«Las estandarizaciones llegan al colmo, se corta a las personas con la misma tijera y la alfombra roja –por dónde nos obligamos a avanzar– es demasiado estrecha».
En nuestro entorno inmediato encontramos invariablemente huellas de los demás, rastros de la espontaneidad de los otros, que luchan contra la estandarización creciente. En nuestro hogar, algunos objetos todavía contienen rasgos de quienes los han hecho. Está allí quizás el cuadro original de un amigo, un librero que construyó nuestra prima para nosotros o el clavo mal puesto que dejó por error el hombre que vino a colocar la alfombra.
Y aún recurrimos a estrategias para sostener la vitalidad (si me permiten decir “revolucionaria”) del chismorreo, incluso a través de recursos académicos. Aquí es donde volvemos a la plática de RULER con que empecé este artículo. Creo que debemos empeñarnos en lograr que la ciencia de la psicología se aleje lo más posible de lo esquemático y asuma el riesgo de lo espontáneo, ayudándonos de verdad a conocer por dentro a esos muchos “alguienes” que nos topamos a diario en la vida en común.
También las redes sociales –basadas en el chismorreo– deben ser agentes de liberación, creando puentes, aunque sean virtuales, entre nuestros complejos y agitados mundos internos.
También debemos dar prevalencia al arte, espacio maravilloso donde es posible recibir un buen baño de otredad. La música a nuestro alrededor nos habla de seres cuya profundidad se expresa en ella. Un cuadro hace lo mismo. Una novela nos permite conocer todo tipo de personas. Una película tiene la virtud de exponer ante nosotros a seres completos. Y cuando, en vez de película, vemos una buena obra de teatro, con actores en vivo, el efecto es todavía más poderoso. La escena nos coloca en el centro de un mundo de chismorreo, y a través de éste nos lleva más a fondo: empezamos por escuchar diálogos y acabamos descubriendo grandes abismos que nos revelen las oscuras (o luminosas) intenciones que motivan los actos humanos (nuevamente, incluyendo los nuestros, por supuesto).
Si el arte nos reanima, la amistad va un paso más allá. ¡Sobre ella se pueden decir tantas cosas! Sin embargo, ahora que me acerco al final de este artículo y debo abreviar, me hallo, por fortuna, un as bajo la manga, una frase que resume por completo lo que quiero explicar, y, aunque no dice nada, todos la comprenderán: la amistad es la otredad personificada.
Tocaría hablar del amor, pero, más allá de entrever su mirada sagrada, aquí sí voy a salirme por la tangente, solo citando a Wittgenstein: de lo que no se puede decir nada es mejor no hablar.
Concluyó con el tema de la educación. Creo que en este campo las cosas se resumen en la necesidad de retomar la también antigua práctica de la educación como testimonio, es decir, la de que detrás del conocimiento que compartimos esté presente nuestra personalidad; la de dejar que nuestra vida privada se cuele ahí, aunque sea de forma discreta pero significativa; la de buscar la autenticidad incluso ante las normas y las normalidades, y que nada oculte lo que somos.
Los esquemas sociales resultan ya muy dolorosos. Las estandarizaciones llegan al colmo, se corta a las personas con la misma tijera y la alfombra roja –por dónde nos obligamos a avanzar– es demasiado estrecha, demasiado angosta y sobre todo demasiado recta para todo lo que significa ser un ser humano.
Por fortuna, en muchos sentidos, la escuela sigue siendo un lugar de refugio. Hasta en los pasillos de algunas universidades se ven rostros vivos, se escuchan risas. Hoy, ser docente no es solo ir más allá de lo que el estudiante puede averiguar en internet; no es ni siquiera enseñar a pensar y a tener un criterio propio. Es hacer de la escuela un espacio de convivencia auténtica, donde podamos volver a encontrarnos unos a otros, a conocernos de manera directa.
Es ir más acá, más dentro de lo que el docente aspira a que su estudiante aprenda. Es dejar a la inteligencia artificial todo lo que implica información objetiva y técnica, todo lo que implique simulación y ensayo, y retomar para nosotros lo humano, lo innovador e inesperado, lo espontáneo e irremplazable.
Es regresar a esa especie de espíritu primitivo que introduce nuestro ser entero en cada cosa que hacemos, y que es, a final de cuentas, la parte nuestra que por más tiempo se ha mantenido a salvo.
Es ser los más chismosos, atrevernos a andar en boca de todos y aprender de ello. Es, simplemente, mostrarnos como testigos de la vida.
Atento a sus comentarios.
Jaime Pérez Posada
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Medellín – Colombia.
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