Cordial saludo


Prevención del suicidio
Andrés García Barrios nos comparte algunas reflexiones como padre y como docente, en el marco del Día mundial para la prevención contra el suicidio.
A mis alumnas y alumnos del curso de Creación Literaria de la Prepa Tec Metepec.
Escribo esto la noche del 10 de septiembre, Día mundial para la prevención contra el suicidio. En días pasados, con mis alumnos de la clase de Creación literaria de la Prepa Tec, dedicamos un par de sesiones a platicar sobre el tema, y esta tarde finalmente hicimos una pequeña instalación con algunos textos que escribimos nosotros mismos. Como es obvio, no pretendimos expresar, ni mucho menos, todas nuestras ideas y sensaciones sobre el asunto, pero si pasamos por algunas preguntas fundamentales como las de si es posible darnos cuenta cuando alguien está pensando en quitarse la vida, si de verdad podemos ayudar a quien atraviesa una depresión profunda, si entre nosotros –en clase– alguien, quizás, ocultaba un dolor atroz pero invisible para los demás, o si calificaríamos el suicidio como algo malo.
Junto con estas reflexiones, leímos, como digo, nuestros propios textos y los comentamos.
Quizás en algún momento intentemos hacer una publicación con ellos. Hoy solo quiero evocar aquí el collage de impresiones que me dejó su lectura: la imagen de un hombre cuya máscara, en vez de evitar que lo vean, le impide ver a los demás; una sombra que, en medio del silencio, elige extinguirse: un espadachín que, estando en una matanza colectiva, se avergüenza de tropezar con una piedra; una mujer que es arrastrada por las olas lejos de la playa, y desde ahí, antes de morir, se detiene a contemplar a otros turistas que a lo lejos disfrutan la arena: segundos que pesan, respiros incompletos, objetos que miran a la muerte con la misma hambre con que ella los ve… Y otras frases sueltas: “Dulce muerte mía, solo tú comprendes lo que es suspirar con el aire que no quieres”… “Tu corazón planea asfixiarte mientras duermes”… “Sólo el viento entiende lo que es no parar”… “El fondo: nunca le he visto de cerca, sólo he llegado a sentirme desmedidamente triste”… “Por dentro ya perdí”… “Soy mi propio bello desastre”… “Esta luz eres tú”… “Sigue brillando”… “Soy posible”… “Si la noche brillara toda la noche…”
Todo esto lo escribieron mis alumnas y alumnos de primer, tercer y quinto semestre de prepa. Me siento orgulloso y esperanzado al mostrarlo. Yo, por mi parte, participé coordinando la conversación, haciendo preguntas y dando mis opiniones junto con las de ellos. Pero no sé bien por qué de pronto me concentré en un punto que, al mencionarlo, me pareció un poco fuera de tema, y que, sin embargo, quiero volver a recoger aquí. No lo expongo como una conclusión personal sobre el suicidio, sino como una de las líneas de pensamiento –como digo, quizás tangenciales– que el triste asunto nos presenta (aunque, como siempre, tal vez lo secundario nos lleve a algo principal).
Así, me vi preguntando a mis alumnas y alumnos si creían que ciertos comportamientos como el tabaquismo, el alcoholismo y la drogadicción en la juventud se pueden considerar conductas autodestructivas –y, en ese sentido, suicidas– o son manifestaciones de algo distinto, quizás de la obligación de cumplir con un ritual de paso donde el joven debe mostrar que merece entrar en la vida adulta.
Quizás lo más interesante sería tratar aquí las ideas de mis estudiantes al respecto, pero la verdad es que la conversación se quedó un poco en el aire y no avanzamos mucho por esa ruta. A mí, sin embargo, el tema me llevó aún más allá, recordándome un breve ensayo que escribí hace varios años y que acabé leyéndoles, después de mencionarles un dato que recabé hace aún más tiempo, cuando trabajaba en la elaboración de un libro sobre prevención de accidentes de tráfico. El documento mencionaba que durante el año anterior, al menos 60 jóvenes habían muerto en choques de auto en la autopista México-Cuernavaca, lo que equivalía –decía el texto– más o menos a los estudiantes de dos grupos de preparatoria, todos difuntos (me imagino que hoy las cifras conservan la misma proporción, si no es que han aumentado). La pregunta que hice, entonces, al grupo, fue si la manera imprudente de conducir de muchos jóvenes podía estar asociada con la autodestrucción.
Tampoco avanzamos mucho sobre este asunto (supongo que, igual que antes, por el azoro que ocasionó en mis jóvenes escuchas) y procedí a leer mi propio texto.
En éste, relato algo que de seguro también les cimbrará ahora a ustedes, estimados lectores (muchos se reconocerán de una o de otra forma en él). Se trata de lo que le ocurrió a mi amigo Roberto Noriega mientras viajaba por la carretera México-Cuernavaca, en esta caso no por la autopista sino por la vía federal, que tiene solo dos carriles, uno de ida y otro de vuelta. Iba él tan tranquilo como siempre cuando un auto que venía en el carril opuesto quiso rebasar y se pasó al de mi amigo, dirigiéndose de frente hacia él. Roberto esperó que, al verlo, el auto regresara a su puesto anterior, pero no lo hizo: siguió. Roberto aguardó hasta el último instante y al final solo pudo dar un volantazo que lo arrojó hacia la cuneta y contra el cerro. El otro auto rebasó y siguió su rumbo.
El vehículo de mi amigo quedó deshecho. Al poco rato, Roberto recibió la visita de una patrulla de caminos. Uno de los agentes, al saber lo que había ocurrido, felicitó a mi amigo por su prudencia: “Señor, no sabe la cantidad de muertes que ocurren, porque muchos conductores rebasan de esa misma forma incauta, y quienes se los topan de frente no se hacen a un lado, como si tuvieran que demostrar que es el otro el que debe apartarse. Muchos se matan con todo y familia”.
¿Suicidio? A mí –lo digo también en mi texto– esta escabrosa anécdota me recordó la historia de Edipo, “que yendo en su carreta se encontró frente a frente, en un camino angosto, con el carruaje del viejo rey Layo. Los dos hombres discutieron sobre quién debía pasar primero y acabaron batiéndose. Al final Edipo mató a su rival sin saber que a quien estaba dando muerte era a su propio padre”.
Si sigo asociando ideas, lo anterior me lleva a la propuesta psicoanalítica (indemostrable, pero lúcida) de que el acto suicida es un intento por decir “la última palabra” (se entiende, la última palabra de una discusión con alguien que nos habita por dentro y que nos ha rebatido una y otra vez, sin tregua, hasta la humillación; ese alguien bien puede coincidir con la figura del padre o la madre).
Quizás no todos los suicidios encajen con esta descripción. Pero sin duda es una hipótesis que, en nuestro caso, ayuda. Irse a estrellar de frente contra un auto que no quiere quitarse, ¿no es una clara forma de decir la última palabra? Y hay que admitir que este grado de desesperación no puede estar dirigido sólo al desconocido que viene hacia nosotros. En ese auto parece venir la sombra de alguien más poderoso, alguien ante quien la revancha es más importante que nuestra propia vida.
(Permítanme meter un freno brusco: todo esto suena demasiado machista como para no preguntarse si las mujeres reaccionan igual que los hombres, y ello no solo en carretera, sino también al quitarse la vida de forma directa: con su muerte, ¿intentarán ellas también decir, al menos en algunos casos, la última palabra?)
Con todo esto, mi conclusión es que (en ocasiones, insisto) tanto el suicidio como la violencia hacia otros pueden ser formas de imponer nuestro criterio, quizás como resultado de sentirnos sometidos por alguien más de lo soportable. Tal vez, incluso (y esto se adentra ya en una crítica a lo patriarcal), también los famosos rituales de paso, que nos parecen “comprensibles y naturales”, no son ya, sino un sometimiento, un humillante desafío a demostrar que la propia palabra vale. Así, el alcoholismo a temprana edad, la drogadicción y hasta el tabaquismo, serían algo así como optar por la autodestrucción antes que permitir la humillación de no ser tomado en cuenta.
Desde esta óptica, si se trata de prevenir el suicidio no hay de otra: como papás y mamás, como docentes, tenemos que dejar de exigir que nuestros hijos e hijas, que nuestros estudiantes demuestren (como lo hacen, a veces de formas desesperadas) que merecen pertenecer a nuestro mundo (mundo –vuelvo a los textos de mis estudiantes– de asesinos que se avergüenzan de que los vean tropezarse, de sombras que eligen autoextinguirse, de gente que muere viendo a otros gozar).
Nuestro mundo, donde es urgente demostrar a nuestros jóvenes que somos capaces de renunciar a tener siempre la razón, donde es vital abrazarlos sea como sea y sean como sean.
Donde es momento de aceptar que sean ellos quienes digan la última palabra, todavía en vida.
Atento a sus comentarios